Gustavo y Eloísa comparten ese soplo perverso y luminoso que de vez en cuando se expresa en el oficio de la escritura. Su historia se enlaza tras obsesiones tan inconfesables como clandestinas en las que nuestros personajes, por razones particulares y de diversa índole, se ven seducidos por una orden secreta que pondrá en tensión sus proyectos de vida, que transcurren en la atmósfera de un Santiago oscuro y frío, visto desde los recovecos de un café, desde los monótonos lugares que ellos habitan o tras los reflejos de galerías acristaladas, donde las sombras y sueños inadmisibles de una novela o un poema jamás concluyen. Perdiéndose en el vicio de la literatura o bien llevándolos ella misma a eso; situación hipotética que bien representa lo que muchas veces ha ocurrido en la realidad, en torno a tantas y tantas historias tejidas alrededor de las sociedades de escritores. Con ello surge el amor inesperado que los une y los ubica en escenarios en los cuales el lector juzgará a qué lo expone el conjunto de sensaciones narradas, por momentos bellas y en otras perturbadoras, configurando una trama donde el misterio, los hallazgos, los encuentros y desencuentros van armando un laberinto en el cual su relato se transforma en imaginario social y libresco.